Santiago Apóstol

 

Llámasele hermano de Juan también por dos razones: porque Juan y él fueron hermanos en sentido propio, según la carne, y porque entre ambos hubo extraordinaria semejanza en el modo de ser y de obrar: ambos se mostraron parejos en su celo, en sus afanes y en sus aspiraciones. Veámoslo. Iguales en su celo por vengar al Señor cuando estimaron que los samaritanos le habían desairado negándose a escucharle; en tal ocasión uno y otro preguntaron a Cristo: «¿Quieres que recemos para que descienda fuego del cielo y los abrase?» Iguales en sus afanes: los dos mostraron más interés que los otros apóstoles porque el Maestro les anticipara noticias relativas al día del juicio y a determinados acontecimientos futuros. Iguales en las aspiraciones: ambos pretendieron ocupar en el reino de los cielos los puestos más inmediatos al Señor y sentarse uno a su derecha y otro a su izquierda.

Llámasele, finalmente, el Mayor para diferenciarlo del otro Santiago, apellidado a su vez el Menor, o sea, de Santiago Alfeo. El sobrenombre de Mayor dado al apóstol de que ahora tratamos para distinguirlo de su homónimo Santiago el Menor o Santiago Alfeo, está más que justificado, puesto que fue mayor que éste en tres sentidos: primero, porque, desde el punto de vista de la vocación, Santiago Zebedeo fue llamado por Cristo antes que el otro; segundo, porque, desde el punto de vista de la familiaridad, el Señor trató con mayor intimidad al Zebedeo que al Alfeo; en efecto, al Zebedeo hízolo testigo de algunos hechos secretos, tales como la resurrección de una niña, y del episodio glorioso de la Transfiguración; tercero, porque, desde el punto de vista del martirio, el Zebedeo fue entre todos los apóstoles el primero en morir martirizado; y si por haber sido llamado al apostolado antes que lo fuera Santiago Alfeo hay suficiente motivo para que el que fue llamado primero reciba el sobrenombre de Mayor y el de Menor el que fue llamado después, también lo hay para calificar de Mayor al que mediante el martirio entró antes en la gloria eterna, y de Menor al que en la misma gloria entró más tarde.

1. El apóstol Santiago, hijo de Zebedeo, después de la Ascensión del Señor predicó durante algún tiempo por las regiones de Judea y de Samaría, trasladándose luego a España y sembrando en sus tierras la palabra de Dios; pero viendo que el fruto que obtenía era escaso y que a pesar de haber predicado mucho en dicho país no había logrado reclutar en él más que nueve discípulos dejó allí a dos de ellos para que siguieran predicando, tomó consigo a los otros siete y regresó a Judea.

El maestro Juan Beleth dice que el apóstol Santiago convirtió en España solamente a una persona.

Estando ya de regreso en Judea y dedicado nuevamente al ministerio de la evangelización, un mago llamado Hermógenes envió a su discípulo Fileto a donde el apóstol se hallaba predicando, para que tanto él como un grupo de fariseos que le acompañaban y sobre los cuales ejercía el cargo de jefe, tratasen de convencer a los judíos de que todo lo que Santiago les predicaba era falso. Pero las cosas le salieron a Hermógenes exactamente al revés de lo que esperaba; porque Santiago, a base de argumentos racionales y de muchos milagros obrados en confirmación de la autenticidad de su doctrina, convenció a Fileto en presencia de numeroso público de que cuanto enseñaba a la gente era verdadero. Fileto entonces regresó junto a su maestro Hermógenes, le contó detalladamente los prodigios de que él había sido testigo, le manifestó que a su juicio cuanto el apóstol decía era verdad, que estaba dispuesto a aceptar su doctrina, y hasta trató de pesuadir a Hermógenes para que también él se hiciera discípulo de Santiago. Al oír todo esto, Hermógenes, indignado, recurriendo a sus artes mágicas inmovilizó a Fileto de tal modo que, por más que éste lo intentaba, no lograba mover ninguno de los miembros de su cuerpo.

Hermógenes, dirigiéndose a Fileto le decía con sorna:

—Ahora veremos si tu Santiago es capaz de devolverte el movimiento que yo te he quitado.

Fileto encargó a un criado suyo que fuese a ver a Santiago y le contase lo que le había ocurrido. Al recibir la noticia, el apóstol tomó su propio pañuelo, se lo entregó al recadero y le dijo:

—Vuelve a donde está tu amo, entrégale esta prenda y adviértele que manteniéndola en sus manos diga: «El Señor levanta a los que están en el suelo y devuelve el movimiento a los miembros paralizados».

Tan pronto como Fileto recibió en sus manos el pañuelo que el apóstol le había enviado y dijo lo que el recadero le advirtió que debía decir, recuperó el movimiento de su cuerpo, y acto seguido, mofándose de los poderes de Hermógenes, se separó de él y se fue en busca de Santiago. Poco después, Hermógenes, rabioso de ira, solicitó la ayuda de los demonios y les encargó que trajesen a Santiago y a Fileto maniatados, porque quería vengarse de ellos e impedir que en adelante otros discípulos dudaran de su poder, le despreciaran y desertaran de sus filas como Fileto había hecho. A la llamada de Hermógenes acudieron numerosos diablos, se congregaron en el lugar donde el apóstol predicaba, se esparcieron por el aire y comenzaron a aullar y a decir:

—¡Oh, Santiago Apóstol! ¡Ten compasión de nosotros! ¡Aún no nos había llegado la hora y ya estamos abrasándonos!

Santiago les preguntó:

—¿A qué habéis venido?

Ellos le respondieron:

—Hermógenes nos envió para que nos apoderáramos de ti y de Fileto y os lleváramos maniatados a donde él está; pero apenas salimos hacia este lugar un ángel del Señor nos amarró con cadenas de fuego que nos producen un dolor insoportable.

—¡Bueno!, dijo Santiago; el mismo ángel de Dios que os encadenó os desencadenará; pero en-tendedlo bien: tenéis que volver a donde Hermógenes se encuentra, y en cuanto hayáis llegado junto a él, le echáis mano y sin hacerle daño alguno me lo traéis hasta aquí.

'Los demonios se marcharon, fueron a donde estaba Hermógenes, se apoderaron de él y le dijeron:

—Nos enviaste a un sitio en el que hemos padecido horribles quemaduras.

A continuación atáronle las manos tras de la espalda y lo llevaron a presencia de Santiago, al que formularon este ruego:

—Danos potestad sobre este hombre; queremos vengarnos de lo mucho que a ti te ha injuriado y de los enormes tormentos que nosotros hemos padecido por su culpa.

Santiago les dijo:

—Ahí tenéis a Fileto; ¿por qué no lo apresáis también?

Los demonios contestaron:

—Nosotros no tenemos poder ni siquiera para arrimar nuestras manos a una hormiga que hay en el aposento donde duermes.

Santiago, entonces, dirigiéndose a Fileto le dijo:

—Conforme a las enseñanzas de Cristo vamos a devolver bien por mal; ahí tienes ante ti a Hermógenes, el que te paralizó; ahora es él quien se encuentra atado e inmovilizado. ¡Anda! ¡Desátale!

Fileto desató a Hermógenes y éste quedó cabizbajo y confuso. Santiago, mirándole, le dijo:

—Hermógenes, estás libre; puedes ir a donde quieras; nosotros no obligamos a nadie a convertirse contra su voluntad.

Hermógenes manifestó:

—No me atrevo a marcharme; conozco bien la rabia de los demonios y sé que si no me das algo que pueda llevar conmigo para que me sirva de protección, me matarán.

—Ten esto —díjole el apóstol—, ofreciéndole su propio bastón.

Hermógenes lo tomó, se ausentó de allí y poco después regresó trayendo consigo todos los libros que solía utilizar para preparar sus encantamientos, y se los entregó a Santiago para que él mismo los quemara; pero Santiago, temiendo que el olor de la infernal fogata molestara a quienes no estuvieran prevenidos, ordenó a Hermógenes que arrojara al mar todos aquellos libros. El hechicero, tras de arrojar al agua la diabólica literatura, se presentó de nuevo ante Santiago, se postró a sus pies y le suplicó:

—¡Acoge bajo tu protección, oh liberador de almas, a este desgraciado que dejándose llevar de la envidia te ha difamado y hecho la guerra, y que ahora, arrepentido, quiere vivir junto a ti! El antiguo mago se convirtió, vivió en lo sucesivo con temor de Dios, y alcanzó tal grado de virtud que sobresalió en perfección entre los demás discípulos del apóstol, y llegó a realizar muchas obras extraordinarias.

Cuando los judíos se convencieron de que la conversión de Hermógenes era sincera hicieron responsable de ella a Santiago, se presentaron ante él alborotados, le increparon y trataron de impedir que siguiera predicando la doctrina de Cristo crucificado. Santiago, empero, recurriendo a las Escrituras, les demostró como en Jesús se habían cumplido todas las profecías que en ella se contenían acerca del nacimiento y sacrificio del Mesías, y probó estas verdades con tal claridad que muchos de los judíos se convirtieron. Esto provocó tan enorme indignación en Abiatar, a quien correspondía el ejercicio del pontificado aquel año, que sublevó al pueblo contra el apóstol. Algunos de los amotinados lograron apoderarse de él, le ataron una soga al cuello, lo condujeron a presencia de Herodes Agripa y consiguieron que éste lo condenara a muerte. Cuando lo conducían al lugar en que iban a degollarlo, un paralítico que yacía tendido en el suelo a la vera del camino comenzó a invocar al apóstol y a pedirle a voces que lo curara. Santiago lo oyó y le dijo:

—En nombre de Jesucristo, cuya fe he predicado y defiendo y por cuya causa voy a ser decapitado, te ordeno que te levantes del suelo completamente curado y que bendigas al Señor.

El paralítico se levantó, sintióse repentina y totalmente sano, y prorrumpió en acciones de gracias a Dios. Al ver este prodigio, el escriba Josías, que había puesto la soga al cuello de Santiago y hasta entonces continuaba agarrado al ramal y tirando de él, arrojóse a los' pies del santo, le pidió perdón y le suplicó que lo recibiera como cristiano. Pero Abiatar, que se hallaba presente, agarró a Josías, lo zarandeó y le dijo:

—Si ahora mismo no maldices a Jesucristo, haré que te degüellen al mismo tiempo que a Santiago.

Josías respondió:

—A quien maldigo es a ti. Óyeme bien: ¡Maldito seas tú, y maldito todo el tiempo que vivas! Sigue escuchando: ¡Bendito sea el nombre de mi Señor Jesucristo por los siglos de los siglos!

Abiatar ordenó a algunos de los judíos que descargaran sobre el rostro de Josías una buena tanda dé bofetadas y envió un mensajero a Herodes solicitando el necesario permiso para proceder a la decapitación del escriba convertido.

Una vez que llegaron al sitio en que iban a ser degollados, Santiago pidió al verdugo una redoma con agua. El verdugo se. la proporcionó. Con aquella agua bautizó el apóstol a Josías e inmediatamente después ambos fueron decapitados coronando de este modo uno y otro sus vidas con el martirio.

La degollación de Santiago ocurrió un 25 de marzo, es decir, en fecha similar a la de la Anunciación y Encarnación del Señor. El 25 de julio su cuerpo fue trasladado a Compostela. La confección de su mausoleo comenzó en agosto, pero, como no estuvo terminada la obra hasta enero siguiente, sus restos no fueron enterrados hasta el 30 de diciembre, o sea, hasta unos días antes de que concluyeran de labrar su sepulcro. Habida cuenta de que la fecha del 25 de julio corresponde a una estación bonancible, la Iglesia determinó que en ella se celebrase en todas partes la fiesta de este apóstol.

El maestro Juan Beleth escribió un cuidadoso e interesante relato del hecho de la traslación. Según ese relato, poco después de que el santo fuese degollado, una noche algunos de sus discípulos, tomando las debidas precauciones para no ser vistos de los judíos, se apoderaron del cuerpo del apóstol y llevándoselo consigo se embarcaron en una nave; pero, como ésta carecía de gobernalle, pidieron a Dios que los guiara con su providencia y los condujera a donde él quisiese que aquellos venerables restos fuesen sepultados. Conducida por un ángel del Señor la barca comenzó a navegar y navegando continuó hasta arribar a las costas de Galicia, región de España, que por aquel tiempo estaba gobernada por una mujer justamente llamada Loba, puesto que como loba se comportaba en el ejercicio de su gobierno. Al llegar a tierra desembarcaron el cuerpo y lo colocaron sobre una inmensa piedra, la cual, como si fuese de cera, repentinamente adoptó la forma de un ataúd y se convirtió milagrosamente en el sarcófago del santo. Seguidamente los discípulos del apóstol fueron a ver a la reina Lupa o Loba y le dijeron:

—Nuestro Señor Jesucristo te envía el cuerpo del apóstol Santiago, porque quiere que acojas muerto y con benevolencia al que no quisiste escuchar cuando estaba vivo.

A continuación le refirieron el gran prodigio de haber llegado hasta allí a través de la mar, en un barco sin gobernalle, y le pidieron que tuviese a bien indicarles dónde podrían enterrar decentemente el cuerpo del santo. Cuando terminaron de hablar, la reina, que era muy astuta, disimulando sus pérfidas intenciones, púsoles en contacto con un hombre sumamente cruel Esto dice Juan Beleth; pero, según otros autores, la reina les aconsejó que fuesen a ver al rey de España y que le expusieran todo aquel asunto, asegurándoles que él estaba en mejores condiciones que ella para dar una respuesta conveniente a su demanda. Estos mismos autores añaden lo siguiente: el rey, tras de oír a sus visitantes, los detuvo y los encarceló; pero una noche, mientas el rey dormía, un ángel del Señor abrió las puertas de la prisión a los prisioneros y les ordenó que huyeran. A la mañana siguiente, el rey, enterado de que los presos se habían fugado, mandó a sus soldados que salieran inmediatamente en su persecución y que viesen el modo de capturarlos. Al pasar los soldados por un puente, éste se derrumbó, ellos cayeron al río y se ahogaron. El rey, al conocer este contratiempo, se llenó de miedo, y, temiendo que pudieran ocurrir nuevos infortunios para él o para sus subditos, se arrepintió de su anterior modo de proceder y mandó a otros soldados en busca de los fugitivos con el encargo de que, si los hallaban, les dijeran que regresaran sin temor alguno, que se presentasen ante él y le pidiesen con absoluta confianza cuanto quisiesen. Los discípulos del apóstol comparecieron nuevamente ante el rey, que los recibió muy benignamente y les dio licencia para que predicasen libremente en las tierras de su reino la doctrina cristiana. Los discípulos de Santiago comenzaron a predicar, y al cabo de poco tiempo convirtieron a la fe de Cristo a todos los habitantes de la ciudad en que el rey vivía. De todo esto se enteró Lupa, y por cierto con gran disgusto, y como era soberbia y mala, cuando los discípulos la visitaron de nuevo y le comunicaron las amplias facultades que el rey les había concedido, arteramente les dijo:

—Elegid en las tierras de mi reino el lugar que mejor os pareciere para enterrar a vuestro apóstol En un monte cercano tengo muchos bueyes. Tomad los que preciséis, enganchadlos a una carreta que por orden mía se os proporcionará y transportad en ella el cuerpo de Santiago hasta el sitio en que hayáis de sepultarlo.

Bajo estas apariencias de generosidad ocultaba Lupa sus intenciones de auténtica loba: los bueyes que tenía en el monte eran indómitos y salvajes y, en cuanto trataran de aproximarse a un ganado tan bravo, aquellos hombres —pensaba la reina— saldrían muy malparados; y si lograban acercarse a los toros y hacerse con algunos de ellos y uncirlos a la carreta y colocar sobre ella el cuerpo del santo, tan pronto como intentasen iniciar el traslado, los bueyes, dada su naturaleza fiera, saldrían disparados sin rumbo fijo, se precipitarían locamente monte abajo, y carro, muerto y acompañantes saltarían hechos pedazos por entre aquellas fragosidades. Eso era lo que la reina deseaba y esperaba que sucediera; pero de nada sirven contra Dios los más habilidosos cálculos. Los discípulos, sin sospechar lo que la loba Lupa tramaba, fueron al monte en busca de los bueyes. En un lugar del camino salióles al paso un enorme dragón vomitando por su boca enormes llamas de fuego. Al ver que aquel feroz monstruo trataba de atacarles, hicieron la señal de la cruz y la imponente bestia reventó aparatosamente. Continuaron su marcha. Al llegar al sitio en que estaba la ganadería advirtieron que se trataba de reses bravas, hicieron nuevamente la misma santa señal, y los toros se tornaron repentinamente mansos como corderos. Sin dificultad alguna tomaron dos de aquellos bueyes, los condujeron hasta donde aguardaba el carro, los engancharon a él, en él colocaron el cuerpo del apóstol alojado en el sarcófago de piedra, y, en cuanto el cuerpo estuvo dentro del carro, los bueyes, sin necesidad de que nadie los guiara, se pusieron en marcha y por sí mismos se dirigieron hasta el palacio de Lupa, pasaron por el zaguán al gran patio central de la regia mansión y en medio del mismo se pararon. La reina, al ver esto, quedó estupefacta, se arrepintió de sus perversos propósitos y de su mala conducta anterior, se convirtió, se hizo cristiana, concedió a los discípulos del santo cuanto quisieron pedirle y les regaló el palacio para que instalasen en él una iglesia dedicada al apóstol Cuando las obras, sufragadas totalmente por ella, estuvieron terminadas, hizo magníficas donaciones al nuevo templo, cedió en beneficio de él todos sus bienes, entregóse ella a una vida santa, y, al cabo de unos años, llena de méritos ante el Señor, falleció piadosamente. El papa Calixto refiere el siguiente caso: Un hombre de la diócesis de Módena, llamado Bernardo, fue hecho prisionero y encerrado en una torre en cuyo sótano lo dejaron cargado de cadenas. Viéndose en tan tristeestado el susodicho preso comenzó a invocar constantemente a Santiago. Un día el apóstol se le apareció, lo libró de las cadenas y le dijo: «Ven conmigo a Galicia»; y, dichoesto, desapareció. Seguidamente Bernardo colgólas cadenas de su propio cuello, subió a las almenasde la torre, se arrojó desde allí a la calle y, a pesarde que la torre tenía setenta codos de altura llegóal suelo sin la más leve lesión.

Este otro caso lo cuenta Beda: Un hombrehabía cometido un gravísimo delito. Temiendo que el obispo no quisiese absolverle, escribió su pecado en una esquela, metió ésta en un sobre en el que puso la dirección del apóstol Santiago y el día de la fiesta de este santo colocó la carta en la mesa del altar dedicado a él, rogándole que tuvieraa bien interponer sus méritos para que el pecado aquel le fuese perdonado. Un rato después retiró la carta, la abrió y comprobó que lo que en ella había escrito estaba borrado, y agradeciendo a Dios y a su apóstol el favor que le habían hecho, publicó entre sus conciudadanos lo que le había sucedido.

Huberto de Besancon refiere este otro episodio: Hacia el año 1070 treinta caballeros lorenses decidieron ir todos juntos en peregrinación a Santiago, y todos ellos, menos uno, antes de emprender el viaje suscribieron el compromiso de ayudarse mutuamente en cuanto unos de otros pudiesen necesitar. Yendo todos en caravana, viéronse obligados a hacer un alto en el camino porque uno de los treinta cayó enfermo. Al cabo de quince días, como el enfermo no mejoraba ni estaba en condiciones de proseguir su peregrinación, todos sus compañeros, a excepción del que no había firmado el compromiso de mutua ayuda, reanudaron su viaje hacia Compostela desentendiéndose del enfermo, que quedó en la base del monte de San Miguel, sin más compañía que la del que no había querido suscribir el mencionado convenio. Hacia el atardecer del mismo día en que sus compañeros le abandonaron, el enfermo murió. El peregrino que se había quedado con él, al verse solo junto al muerto en un paraje solitario de una región cuyos habitantes tenían fama de bárbaros y feroces, y al observar que la noche con su obscuridad se echaba encima, comenzó a sentir los efectos del miedo; mas de pronto se le apareció Santiago montado en un caballo blanco, lo tranquilizó y le dijo: «Dame para acá al muerto; sube luego tú también a mi caballo y colócate detrás de mí». Hecho esto, cabalgaron toda la noche y tan de prisa, que antes de que amaneciera habían cubierto la distancia correspondiente a quince jornadas de camino y llegado a Montealegre, que queda a media legua de Compostela. En Montealegre el apóstol dijo al peregrino: «Apéate del caballo, ve a la ciudad de Santiago y di a los canónigos de la catedral que vengan a enterrar a este muerto, y cuando veas a tus compañeros les dices de mi parte que su peregrinación no les ha servido de nada por haber faltado al compromiso de mutua ayuda que libremente suscribieron antes de emprender el viaje». El peregrino cumplió fielmente el encargo que el apóstol le hizo. Posteriormente, cuando sus compañeros lo vieron, quedaron sorprendidos de que en tan poco tiempo hubiera recorrido un camino tan largo; pero su sorpresa fue mayor cuando tuvieron noticia del recado que Santiago había dejado para ellos.

5. He aquí otro milagro del apóstol referido por el papa Calixto: Hacia el año 1020 un alemán y un hijo suyo salieron de su tierra en viaje de peregrinación a Santiago, y al llegar a Tolosa decidieron pernoctar en un mesón. Durante la cena, el mesonero trató de embriagar al caballero alemán y lo consiguió; y, mientras el embriagado peregrino dormía profundamente, escondió en las alforjas de éste una copa de plata. Al día siguiente, en cuanto el padre y el hijo salieron de la posada para reemprender su camino y reiniciaron la marcha, el posadero corrió en pos de ellos gritando, llamándoles ladrones y diciendo a voces que le habían robado una copa de plata. Detúvose el alemán, negó la infamia que se le atribuía, propuso al mesonero que registrase su equipaje e hizo constar que, si en él encontraba el objeto cuyo robo le imputaba, se sometería de buen grado al castigo que la justicia le impusiese. El mesonero registró las alforjas del peregrino, halló en ellas la copa de que hablaba y, mostrando el cuerpo del delito, condujo a los delincuentes ante el juez de la cuidad, el cual, tras de enterarse del caso, pronunció la siguiente sentencia: que se embargasen todas las cosas que padre e hijo llevaban consigo y se entregasen al mesonero; y que uno de ellos, bien el padre o bien el hijo, fuese públicamente ahorcado. El padre se ofreció para que lo ahorcasen a él queriendo a toda costa salvar la vida de su hijo; el hijo por su parte insistió en que el ahorcado debería ser él y no su padre. Después de larga porfía entre ambos piadosos contendientes para intentar cada uno de ellos salvar la vida del otro, el juez zanjó el asunto determinando que se ahorcase al hijo, y el hijo fue ahorcado. Con el alma llena de pena prosiguió el desolado padre su peregrinación a Santiago. Treinta y seis días más tarde, al pasar nuevamente por Tolosa en su viaje de regreso de Compostela en donde había visitado el sepulcro del apóstol, detúvose en el sitio en que su hijo había sido ejecutado, y al ver que su cuerpo continuaba colgando de la horca comenzó a llorar a voces; mas de pronto el hijo habló y dijo queriendo consolar a su padre: «¡Dulcísimo padre mío! ¡No llores! Quiero que sepas que jamás en mi vida lo he pasado tan bien. Desde que me colgaron en este patíbulo, el apóstol Santiago ha permanecido constantemente a mi lado sosteniéndome y colmando mi alma de inefables delicias celestiales». Al oír que su hijo hablaba, y tras de escuchar lo que decía, el padre acudió corriendo a la ciudad y referió a la gente el suceso que acababa de ocurrirle; muchísimas personas regresaron con él al lugar donde el hijo permanecía colgado, y comprobaron que estaba vivo. Inmediatamente lo descolgaron y vieron que, además de estar vivo, permanecía perfectamente sano. En seguida todos cayeron en la cuenta de que aquellos piadosos peregrinos habían sido víctimas de una calumnia levantada por el mesonero, y sin pérdida de tiempo, deseosos de vengar con sus propias manos la injuria hecha a los inocentes forasteros, corrieron a la posada, se apoderaron del posadero, lo llevaron al lugar en que el hijo del alemán había estado colgado y en la misma horca ahorcaron al infame mesonero.

El caso que sigue lo cuenta Hugo de San Víctor: En cierta ocasión el demonio, tomando la figura y aspecto de Santiago, se apareció a un peregrino que iba a visitar el sepulcro del apóstol, le ponderó las innumerables calamidades a que el hombre se ve sometido en la presente vida, y le dijo que si quería darle gusto a él lo mejor que podía hacer era suicidarse. El peregrino, deseoso de complacer al santo, tomó una espada y se suicidó. La gente, creyendo que aquel hombre hubiera sido asesinado por el dueño de la casa en que estaba alojado y en la que había llevado a cabo su suicidio, comenzó a pedir la muerte del presunto asesino. Este, al no poder probar suficientemente su inocencia, cayó en un estado de gran congoja; pero el muerto vino en su ayuda resucitando y declarando públicamente que nadie lo había matado, sino que él, por su propia mano, se había quitado la vida engañado por el demonio; y añadiendo que, tras de su suicidio, cuando el diablo que lo engañó llevaba su alma al infierno, salióle al paso el apóstol Santiago, lo rescató de las garras del maligno, lo presentó ante el tribunal de Dios, desenmascaró a los demonios que lo acusaban de haber se suicidado, y le obtuvo del Señor dos gracias: la de la absolución del pecado de haberse quitado la vida, y la de la resurrección.

El siguiente episodio está tomado de una narración escrita por Hugo, abad de Cluny; Un joven de Lyon, muy devoto del apóstol, iba con alguna frecuencia a Compostela para visitar el sepulcro de Santiago. En una de esas ocasiones, salió, como solía hacerlo, de su casa, caminó todo el día y al llegar la noche se alojó en un posada y cometió en ella un pecado de fornicación. A la mañana siguiente reanudó su peregrinación. Algunas jornadas después, mientras dormía, se le apareció el demonio disimulando su verdadera condición y pretendiendo hacerse pasar por el santo apóstol le preguntó:

—¿Me conoces?

—No; —respondió el joven.

—Pues soy Santiago —manifestó el aparecido. Y añadió: —Me extraña que no me reconozcas, puesto que visitas mi sepulcro todos los años. He venido a decirte que quiero que sepas estas dos cosas: primera, que me agrada mucho la devoción que me profesas; segunda, que esta peregrinación que actualmente estás haciendo, ni ante los ojos de Dios ni ante los míos tiene valor alguno, porque al acabar el primer día, durante la noche, cometiste un pecado de fornicación del que todavía no te has confesado; y mientras tengas esa carga sobre tu conciencia todo cuanto camines es perder el tiempo; para peregrinar a mi sepulcro con provecho es necesario que el peregrino se confiese antes de salir de casa y que a lo largo de la peregrinación haga penitencia por los pecados que en la confesión hubiere declarado. Dicho esto el diablo desapareció.

A la mañana siguiente el joven, en vez de proseguir su peregrinación, inició el camino de retorno a su casa. Cuando llegó a Lyon se confesó e inmediatamente reemprendió el viaje hacia Santiago. Concluida la primera jornada, nuevamente, durante la noche, el mismo demonio se presentó ante él bajo la misma apariencia que la vez anterior, y le dijo:

—No prosigas tu viaje hacia Compostela. Cierto que ya te has confesado del pecado de fornicación que cometiste; pero para que te sea perdonado es preciso que te cortes de raíz tus órganos genitales. Y te digo más: si quieres demostrarme de verdad que la devoción que me tienes es auténtica, quítate la vida después de haberte castrado, porque con semejante gesto te convertirás en mártir de la castidad y del temor hacia mí, y alcanzarás la bienaventuranza.

Tras de esta aparición, el joven, aprovechando que los demás peregrinos y cuantos se hallaban en la posada dormían, tomó una espada y se cortó sus genitales, y acto seguido con la misma arma se rasgó el vientre. Cuando a la mañana siguiente sus compañeros de peregrinación vieron al joven envuelto en sangre y muerto, para evitar que los acusaran de asesinato rápidamente huyeron del mesón. Unas horas después, mientras la gente que continuaba en la posada cavaba la sepultura para proceder a enterrarle, el difunto con gran espanto de los presentes resucitó, y como los testigos de su resurrección, asustados, echaran a correr, el recién resucitado trató de tranquilizarlos diciéndoles:

—No huyáis ni tengáis miedo. Yo mismo me quité la vida por sugerencia del demonio. Nada más suicidarme, los diablos se apoderaron de mí e intentaron llevarme a Roma, pero Santiago acudió prestamente en mi socorro, se encaró con los espíritus del mal, les reprochó que me hubieran engañado y, luego de sostener una larga disputa con ellos, obligólos a caminar delante de él hasta llegar a un prado en el que se encontraba la Virgen María conversando con numerosos santos. Santiago refirió a la Bienaventurada Señora lo sucedido, imploró su ayuda en mi favor, y la Señora, después de reprender severamente a los diablos, dijo a Santiago: «Resucítalo». Santiago me resucitó y, como podéis ver, aquí estoy vivo nuevamente entre vosotros.

Tres días después el joven, completamente curado de sus heridas y sin más vestigio de ellas que algunas cicatrices que le quedaron, reanudó su peregrinación, alcanzó a los compañeros que habían huido, y les refirió punto por punto todo lo que le había ocurrido.

8. El papa Calixto cuenta el siguiente caso: Hacia el año 1100 de nuestra era, un francés, su esposa e hijos emprendieron una peregrinación a Compostela movidos por un doble deseo: el de visitar el sepulcro del apóstol Santiago y el de huir de una epidemia que estaba causando enorme mortandad entre las gentes de su país. Al pasar por Pamplona se hospedaron en un mesón y en él sufrieron varias calamidades: falleció la esposa y el mesonero robó al marido todo el dinero que llevaba consigo, y hasta el jumento que servía de cabalgadura a sus hijos. Tras de tan infortunados sucesos el pobre francés reemprendió su peregrinación muy penosamente, teniendo que caminar con algunos de sus hijos cargados sobre sus hombros y con los otros asidos a sus manos, hasta que en cierto lugar del trayecto un hombre, que iba montado en un burro le alcanzó y, al verle tan agobiado y cansado, se compadeció de él, acudió en su socorro y le prestó el asno para que los niños pudiesen proseguir su viaje más cómodamente. De este modo consiguió llegar a Santiago. A poco de llegar, estando el francés orando ante el sepulcro del santo, éste se le apareció y le preguntó:

—¿Me reconoces?

El francés le respondió que no. Entonces el aparecido le dijo:

—Yo soy el apóstol Santiago. Fui yo quien bajo el aspecto del hombre aquel que encontraste en el camino te presté el burro para que pudieras llegar hasta aquí, y te lo presto de nuevo para que puedas regresar a tu casa cómodamente. Al pasar por Pamplona, el mesonero que te robó caerá a la calle

desde la solana de su mesón, se matará y tu recuperarás todo cuanto te quitó.

El anuncio del apóstol se cumplió exactamente en todos sus puntos. Contento y feliz llegó el francés a su tierra y a su casa y, en el mismo momento en que apeó a sus hijos del jumento, éste repentinamente desapareció.

9. Un tirano se apoderó de un mercader, le robó cuanto tenía y lo encerró en el sótano de una torre. El mercader invocó devotamente a Santiago rogándole que acudiera en su auxilio; el apóstol se le apareció, lo tomó de la mano y, pasando por delante de los centinelas, lo condujo hasta las almenas de la torre, hizo que éste se inclinara suavemente de manera que las almenas quedaran en contacto con el suelo, y de ese modo, sin necesidad de que el mercader tuviera que dar el menor salto, vióse en la calle liberado de la prisión. Los centinelas salieron en su busca, mas no pudieron hallarlo, pues aunque durante largo rato caminaron a la vera de él, no lo vieron.

10. El caso que sigue lo cuenta Huberto de Besancon: Cuando tres soldados de la diócesis de Lyon iban en peregrinación a Santiago, acercóse a uno de ellos una pobre mujer y le rogó que por amor al apóstol hiciese la caridad de aliviarla del peso de un fardo que llevaba a su espalda. El peregrino tomó el fardo y lo colocó sobre su caballo. Más adelante dieron alcance a un hombre que iba también a Santiago, pero se encontraba tan enfermo y tan débil que le resultaba imposible proseguir su
peregrinación. El mismo soldado que antes había tomado el fardel de la mujer, movido por la compasión que el enfermo le inspiró, se apeó de su caballo, acomodó en él al peregrino y, tomando en una de sus manos el susodicho fardel y en la otra su bordón, hizo el resto del viaje a pie. Al llegar a tierras de Galicia hallábase tan quebrantado por el calor del sol y por las fatigas del camino que enfermó gravísimamente. Sus dos compañeros, al advertir que estaba a punto de expirar, le exhortaron a que pusiese su alma a bien con Dios. Tres días permaneció el peregrino entre la vida y la muerte, inconsciente, sin poder hablar, cual si se hubiera quedado mudo. Así, en aparente estado de agonía, llegó al día cuarto, en cuya mañana, de pronto, dio un gran suspiro; sus compañeros, creyendo que se trataba del aliento final, se le acercaron para asistirle en el último instante de su vida, pero se quedaron sorprendidos al oír que hablaba y les decía:

—Doy gracias a Dios y a Santiago, porque debido a los méritos de este apóstol he sido librado de un gran peligro. Cuando exhortabais a que arreglara las cosas de mi alma, quise hacerlo, pero no pude porque los demonios, arrojándose sobre mí, me sofocaban de tal manera que me impedían hacer nada en provecho de mi salvación. Yo os oía a vosotros perfectamente, pero por más que lo intentaba no podía pronunciar ni una sola palabra; mas he aquí que ahora mismo acaba de venir en mi. ayuda Santiago, sosteniendo en su mano izquierda el fardel de cuyo peso alivié a la mujer que nos salió al camino, y en la derecha el bordón del peregrino enfermo al que acomodé en mi caballo; y blandiendo el bordón cual si fuera una lanza y utilizando el fardel a modo de escudo atacó denodadamente a los demonios, los hizo huir, me libró de ellos y me devolvió el habla. Traedme en seguida a un sacerdote porque sé que voy a morir dentro de muy poco.

Luego, volviéndose hacia uno de los dos soldados, le dijo:

—Amigo mío, no sigas sirviendo al jefe que actualmente tienes; ese hombre está condenado y muy pronto morirá violentamente.

Aquel mismo día falleció el peregrino. Sus compañeros lo enterraron. El soldado que recibió de él el aviso que hemos indicado, comunicó a su jefe lo que el difunto, poco antes de expirar, le había dicho; pero el tal jefe ni hizo el menor caso de ello ni enmendó su conducta, y algún tiempo después pereció en una batalla, con su corazón traspasado por la lanza de uno de sus enemigos.

Cuenta el papa Calixto que un hombre de Vezelay, regresando de Santiago a donde había ido en peregrinación, viéndose sin dinero y dándole mucha vergüenza pedir limosna, se tendió bajo un árbol, se quedó dormido, soñó que el apóstol acudía en su socorro llevándole comida, y al despertar halló a su vera un pan reciente con el que se alimentó los quince días que tardó en llegar a su casa; y que aunque comía de él dos veces cada día y todo cuanto quería, cada mañana, al sacarlo del zurrón para hacer la primera comida de la jornada, el pan aparecía entero.

El mismo papa Calixto refiere este otro caso: Un cuidadano de Barcelona fue a Santiago en peregrinación, y ante el sepulcro del santo pidió al apóstol una sola cosa: que jamás pudiera ser hecho prisionero por enemigos de ninguna clase. Posteriormente, estando este hombre navegando

por aguas próximas a Sicilia, fue capturado por piratas sarracenos, vendido en un mercado público como esclavo y revendido doce veces más; de ese modo pasó por las manos de trece amos distintos. Pero en las trece ocasiones ocurrió los mismo: aunque el comprador que lo adquiría, al adquirirlo lo ligaba con cadenas para llevárselo consigo, las cadenas se rompían extrañamente por sí solas, sin manipulaciones de nadie. Precisamente por eso sus compradores lo revendían, y por eso también el mercader que hacía el número catorce de la serie, al comprarlo lo ató con especiales ligaduras dobles, reforzadas y sumamente resistentes. El esclavo, al verse sujeto de aquella manera, invocó al apóstol, y el apóstol se le apareció y le dijo: «Cuando estuviste ante mi sepulcro cometiste un error al pedir únicamente la liberación de tu cuerpo sin preocuparte en absoluto de pedir nada en favor de tu alma; por eso has ido sucesivamente cayendo de unos peligros a otros; pero Dios, que es misericordioso, me ha enviado para que te rescate». En aquel preciso momento, las dobles y reforzadas ligaduras con que le habían amarrado se quebraron y el esclavo recuperó su libertad; y de tal manera que, aunque voluntariamente conservó sobre su cuello un trozo de aquellas cadenas, y pasó por tierras de moros y ante sus castillos, nadie volvió a apresarle, porque, si alguno se le acercaba con ánimo de apoderarse de él, en cuanto veía el trozo de cadena se asustaba y desistía de su propósito. Más todavía: al cruzar parajes desiertos, los leones y fieras que hallaba a su paso, a la vista de las argollas que llevaba sobre su cuello huían velozmente, con visibles muestras de terror. De ese modo regresó a Barcelona sano y salvo y, cuando refirió a sus conciudadanos cuanto le había ocurrido y el milagro que Santiago le había hecho, sus oyentes quedaron admirados.

13. El año 238, la víspera de la fiesta de Santiago, en Prato, lugar situado entre las ciudades de Florencia y Pistoya, ocurrió el caso siguiente: un joven huérfano, indignado contra su tutor que trataba de despojarle de sus bienes, en un momento de arrebato y probablemente sin darse suficientemente cuenta de lo que hacía, prendió fuego a las mieses de éste. El incendiario fue detenido y juzgado y en el juicio reconoció que efectivamente él había sido el autor del siniestro, por lo cual el juez lo condenó a morir quemado vivo en una hoguera. Dictada la sentencia, lo desnudaron dejando sobre su cuerpo solamente la camisa, lo ataron a la cola de un caballo, y arrantrándolo por el suelo a través de un terreno pedregoso, lo condujeron hasta el lugar en que había de ser ejecutado. Mientras el caballo, corriendo velozmente, lo arrastraba sobre zarzas y pedruscros, el joven íbase encomendando a Santiago y, cuando llegaron al punto en que había de ser quemado, no tenía en sus carnes ni el más leve rasguño ni la tela de la camisa se había roto ni manchado. Atáronle a un poste, rodeáronlo de leña, prendieron la hoguera, el joven continuó encomendándose al apóstol, se quemó toda la leña, quemáronse las cuerdas con que lo habían amarrado al poste, ardió el poste por completo, pero el muchacho permaneció incólume sin sufrir daño alguno en su cuerpo ni deterioro en su camisa. En vista de ello los verdugos decidieron repetir la experiencia en una segunda hoguera, pero el pueblo se opuso a ello, se apoderó del joven y, entre aclamaciones a Dios y a Santiago que con tan evidentes milagros habían demostrado que querían que el reo fuese perdonado, lo pusieron a salvo.

 

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